La devoción popular invoca a María como Reina. En efecto, a partir del siglo V, casi en el mismo período en que el Concilio de Éfeso la proclama «Madre de Dios», se empieza a atribuir a María Santísima el título de Reina. El pueblo cristiano, con este reconocimiento ulterior de su excelsa dignidad, quiere ponerla por encima de todas las criaturas, exaltando su función y su importancia en la vida de cada persona y de todo el mundo.
Mi venerado predecesor Pío XII, en la Encíclica Ad coeli Reginam, a la que se refiere el texto de la Constitución Lumen gentium, indica como fundamento de la realeza de María, además de su maternidad, su cooperación en la obra de la Redención. La Encíclica recuerda el texto litúrgico: «Santa María, Reina del Cielo y Soberana del mundo, sufría junto a la Cruz de nuestro Señor Jesucristo». Establece, además, una analogía entre María y Cristo, que nos ayuda a comprender el significado de la realeza de la Virgen. Cristo es Rey no sólo porque es Hijo de Dios, sino también porque es Redentor. María es Reina no sólo porque es Madre de Dios, sino también porque, asociada como nueva Eva al nuevo Adán, cooperó en la obra de la redención del género humano.
En el Evangelio según San Marcos leemos que el día de la Ascensión el Señor Jesús «fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16,19). En el lenguaje bíblico, «sentarse a la diestra de Dios» significa compartir su poder soberano. Sentándose «a la diestra del Padre», Él instaura su Reino, el Reino de Dios. Elevada al Cielo, María es asociada al poder de su Hijo y se dedica a la extensión del Reino, participando en la difusión de la gracia divina en el mundo.
Observando la analogía entre la Ascensión de Cristo y la Asunción de María, podemos concluir que, subordinada a Cristo, María es la Reina que posee y ejerce sobre el universo una soberanía que le fue otorgada por su Hijo mismo.
El título de Reina no sustituye, ciertamente, el de Madre: su realeza es un corolario de su peculiar misión materna, y expresa simplemente el poder que le fue conferido para cumplir dicha misión.
Así pues, los cristianos miran con confianza a María Reina, y esto no sólo no disminuye, sino que, por el contrario, exalta su abandono filial en aquella que es Madre en el orden de la gracia. Más aún, la solicitud de María Reina por los hombres puede ser plenamente eficaz precisamente en virtud del estado glorioso posterior a la Asunción.
Se puede concluir que la Asunción no sólo favorece la plena comunión de María con Cristo, sino también con cada uno de nosotros: está junto a nosotros, porque su estado glorioso le permite seguirnos en nuestro itinerario terreno diario.
Por tanto, en vez de crear distancia entre Ella y nosotros, el estado glorioso de María suscita una cercanía continua y solícita. Ella conoce todo lo que sucede en nuestra existencia, y nos sostiene con amor materno en las pruebas de la vida.
Elevada a la gloria celestial, María se dedica totalmente a la obra de la salvación, para comunicar a todo hombre la felicidad que le fue concedida. Es una Reina que da todo lo que posee, compartiendo, sobre todo, la vida y el Amor de Cristo.
San Juan Pablo II
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