En la meditación antes del rezo del Regina Coeli del
Domingo 23 de abril de 1995, Juan Pablo II expresó:
«Hoy concluye la octava de Pascua, durante la cual la
Iglesia repite con júbilo las palabras del salmo: «Éste es el día en que actuó
el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 118, 24). Toda la octava es
como un único día, el día nuevo, el día de la nueva creación. Venciendo la
muerte Cristo creó un mundo nuevo (cf. Ap 21, 5). De la Pascua brotan para los
creyentes novedad de vida, paz y alegría.
Sin embargo, la paz y la alegría de la Pascua no son sólo
para la Iglesia: son para el mundo entero. La alegría es la victoria sobre el
miedo, sobre la violencia y sobre la muerte. La paz es lo contrario de la
angustia. Saludando a los Apóstoles atemorizados y desalentados por su pasión y
muerte, el Resucitado les dice: «La paz con vosotros» (Jn 20, 19). Cuando
Cristo se aparece a san Juan en la isla de Patmos, le dirige esta invitación:
«No temas, soy Yo, el Primero y el Último, el que Vive; estuve muerto, pero
ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte
y del infierno» (Ap 1, 17-18).
La Pascua vence el miedo del hombre, porque da la única
respuesta verdadera a uno de sus problemas mayores: la muerte. La Iglesia,
anunciando la Resurrección de Jesús, quiere transmitir a la humanidad la fe en
la resurrección de los muertos y en la vida eterna. El anuncio cristiano es
esencialmente evangelio de la vida.
«Dad gracias al Señor porque es bueno» (Sal 118, 1). Este
domingo es, de modo particular, un día de acción de gracias por la bondad que
Dios muestra al hombre en todo el misterio pascual. Por eso se le llama Domingo de la Misericordia Divina. En su
esencia, la Misericordia de Dios, como ayuda a comprender mejor la experiencia
mística de Faustina Kowalska, revela precisamente esta verdad: el bien vence al
mal, la vida es más fuerte que la muerte y el Amor de Dios es más poderoso que
el pecado. Todo esto se manifiesta en el misterio pascual de Cristo. Aquí Dios
se muestra como es: un Padre de infinita ternura, que no se rinde frente a la
ingratitud de sus hijos, y que siempre está dispuesto a perdonar.
Debemos experimentar personalmente esta Misericordia, si
queremos ser también nosotros misericordiosos. ¡Aprendamos a perdonar! Sólo el
milagro del perdón puede interrumpir la espiral del odio y de la violencia, que
ensangrienta el camino de tantas personas y de tantas naciones.
Que María obtenga a toda la humanidad este don de la
Misericordia divina, para que los hombres y los pueblos, tan probados por
enfrentamientos y guerras fratricidas, venzan el odio y adopten actitudes concretas
de reconciliación y de paz"
.
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