Posiblemente no haya una
palabra que exprese mejor a auto-revelación de Dios en el Hijo que la palabra
“Abbá-Padre”. “Abbá” es una expresión aramea, que se ha conservado en el texto
griego del Evangelio de Marcos (14, 36). Aparece precisamente cuando Jesús se
dirige al Padre. Y aunque esta palabra se puede traducir a cualquier lengua,
con todo, en labios de Jesús de Nazaret permite percibir mejor su contenido
único, irrepetible.
Efectivamente, “Abbá” expresa
no sólo la alabanza tradicional de Dios “Yo te doy gracias, Padre, Señor del
Cielo y de la tierra” (cf. Mt 11, 25), sino que, en labios de Jesús, revela
asimismo la conciencia de la relación única y exclusiva que existe entre el
Padre y Él, entre Él y el Padre. Expresa la misma realidad a la que alude Jesús
de forma tan sencilla y al mismo tiempo tan extraordinaria con las palabras
conservadas en el texto del Evangelio de Mateo (Mt 11, 27) y también en el de
Lucas (Lc 10, 22): “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre
sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo”. Es decir, la
palabra “Abbá” no sólo manifiesta el misterio de la vinculación recíproca entre
el Padre y el Hijo, sino que sintetiza de algún modo toda la verdad de la vida
íntima de Dios en su profundidad trinitaria: el conocimiento recíproco del
Padre y del Hijo, del cual emana el eterno Amor.
La palabra “Abbá” forma parte
del lenguaje de la familia y testimonia esa particular comunión de personas que
existe entre el Padre y el Hijo engendrado por Él, entre el Hijo que ama al
Padre y al mismo tiempo es amado por Él. Cuando, para hablar de Dios, Jesús
utilizaba esta palabra, debía de causar admiración e incluso escandalizar a sus
oyentes. Un israelita no la habría utilizado ni en la oración. Sólo quien se
consideraba Hijo de Dios en un sentido propio podría hablar así de Él y
dirigirse a Él como Padre. “Abbá” es decir, “padre mío”, “papaíto”, “papá”.
En un texto de Jeremías se
habla de que Dios espera que se le invoque como Padre: “Vosotros me diréis:
‘padre mío’” (Jer 3, 19). Es como una profecía que se cumpliría en los tiempos
mesiánicos. Jesús de Nazaret la ha realizado y superado al hablar de Sí mismo
en su relación con Dios como de Aquel que “conoce al Padre”, y utilizando para
ello la expresión filial “Abbá”. Jesús habla constantemente del Padre, invoca
al Padre como quien tiene derecho a dirigirse a Él sencillamente con el
apelativo: “Abbá-Padre mío”.
Todo esto lo han señalado los
Evangelistas. En el Evangelio de Marcos, de forma especial, se lee que durante
la oración en Getsemaní, Jesús exclamó: “Abbá, Padre, todo te es posible. Aleja
de Mí este cáliz; mas no sea lo que Yo quiero, sino lo que Tú quieras” (Mc 14,
36). El pasaje paralelo de Mateo dice: “Padre mío”, o sea, “Abbá”, aunque no se
nos transmita literalmente el término arameo (cf. Mt 26, 39-42). Incluso en los
casos en que el texto evangélico se limita a usar la expresión “Padre”, sin más
(como en Lc 22, 42 y, además, en otro contexto, en Jn 12, 27), el contenido
esencial es idéntico.
Jesús fue acostumbrando a sus
oyentes para que entendieran que en sus labios la palabra “Dios” y, en
especial, la palabra “Padre”, significaba “Abbá-Padre mío”. Así, desde su
infancia, cuando tenía sólo 12 años, Jesús dice a sus padres que lo habían
estado buscando durante tres días: “¿No sabíais que es preciso que me ocupe en
las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49). Y al final de su vida, en la oración
sacerdotal con la que concluye su misión, insiste en pedir a Dios: “Padre, ha
llegado la hora, glorifica tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a Ti” (Jn
17, 1). “Padre Santo, guarda en tu Nombre a éstos que me has dado” (Jn 17, 11).
“Padre justo, si el mundo no te ha conocido, Yo te conocí...” (Jn 17, 25). Ya
en el anuncio de las realidades últimas, hecho con la parábola sobre el juicio
final, se presenta como Aquel que proclama: “Venid a Mí, benditos de mi
Padre...” (Mt 25, 34). Luego pronuncia en la Cruz sus últimas palabras: “Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). Por último, una vez
resucitado anuncia a los discípulos: “Yo os envío la promesa de mi Padre” (Lc
24, 49).
Jesucristo, que “conoce al
Padre” tan profundamente, ha venido para “dar a conocer su nombre a los hombres
que el Padre le ha dado” (cf. Jn 17, 6). Un momento singular de esta Revelación
del Padre lo constituye la respuesta que da Jesús a sus discípulos cuando le
piden: “Enséñanos a orar” (cf. Lc 11, 1). Él les dicta entonces la oración que
comienza con las palabras “Padre Nuestro” (Mt 6, 9-13), o también “Padre” (Lc
11, 2-4). Con la revelación de esta oración los discípulos descubren que ellos
participan de un modo especial en la filiación divina, de la que el Apóstol
Juan dirá en el prólogo de su Evangelio. “A cuantos le recibieron (es decir, a
cuantos recibieron al Verbo que se hizo carne), Jesús les dio poder de llegar a
ser hijos de Dios” (Jn 1, 12). Por ello, según su propia enseñanza, oran con
toda razón diciendo “Padre Nuestro”.
Ahora bien, Jesús establece
siempre una distinción entre “Padre mío” y “Padre vuestro”. Incluso después de
la Resurrección, dice a María Magdalena: “Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi
Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn 20, 17). Se debe
notar, además, que en ningún pasaje del Evangelio se lee que Jesús recomiende a
sus discípulos orar usando la palabra “Abbá”. Esta se refiere exclusivamente a
su personal relación filial con el Padre. Pero al mismo tiempo, el “Abbá” de
Jesús es en realidad el mismo que es también “Padre nuestro”, como se deduce de
la oración enseñada a los discípulos. Y lo es por participación o, mejor dicho,
por adopción, como enseñaron los teólogos siguiendo a San Pablo, que en la
Carta a los Gálatas escribe: “Dios envió a su Hijo... para que recibiésemos la
adopción” (Gál 4, 4 y s.; cf. S. Th. III q. 23, aa. 1 y 2).
En este contexto conviene leer
e interpretar también las palabras que siguen en el mencionado texto de la
Carta de Pablo a los Gálatas: “Y puesto que sois hijos, envió Dios a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que clama ‘Abbá, Padre’ (Gál 4, 6); y las de
la Carta a los Romanos: “No habéis recibido el espíritu de siervos... antes
habéis recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: ‘Abbá, Padre’”
(Rom 8, 15). Así, pues, cuando, en nuestra condición de hijos adoptivos
(adoptados en Cristo): “hijos en el Hijo”, dice San Pablo (cf. Rom 8, 19),
gritamos a Dios “Padre”, “Padre Nuestro”, estas palabras se refieren al mismo
Dios a quien Jesús con intimidad incomparable le decía: “Abbá..., Padre mío”.
Audiencia General
Miércoles 1 de julio de 1987
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