En el antiguo Israel el mandamiento fundamental del amor
a Dios estaba incluido en la oración que se rezaba diariamente: «El Señor es
nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón,
con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Queden en tu corazón estos
mandamientos que te doy hoy. Se los repetirás a tus hijos y les hablarás
siempre de ellos, cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te acuestes y
cuando te levantes» (Dt 6, 4-7)
El libro del Deuteronomio recuerda dos características
esenciales de ese amor. La primera es que el hombre nunca sería capaz de
tenerlo, si Dios no le diera la fuerza mediante la «circuncisión del corazón»
(cf. Dt 30, 6), que elimina del corazón todo apego al pecado. La segunda es que
ese amor, lejos de reducirse al sentimiento, se hace realidad «siguiendo los
caminos» de Dios, «cumpliendo sus mandamientos, preceptos y normas» (Dt 30,
16). Ésta es la condición para tener «vida y felicidad», mientras que volver el
corazón hacia otros dioses lleva a encontrar «muerte y desgracia» (Dt 30, 15).
El mandamiento del Deuteronomio no cambia en la enseñanza
de Jesús, que lo define «el mayor y el
primer mandamiento», uniéndole íntimamente el del amor al prójimo (cf. Mt
22, 4-40). Al volver a proponer ese mandamiento con las mismas palabras del
Antiguo Testamento, Jesús muestra que en este punto la Revelación ya había
alcanzado su cima.
Al mismo tiempo, precisamente en la persona de Jesús el
sentido de este mandamiento asume su plenitud. En efecto, en Él se realiza la
máxima intensidad del amor del hombre a Dios. Desde entonces en adelante amar a
Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, significa
amar al Dios que se reveló en Cristo y amarlo participando del amor mismo de
Cristo, derramado en nosotros «por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm
5, 5).
La caridad constituye la esencia del «mandamiento» nuevo
que enseñó Jesús. En efecto, la caridad es el alma de todos los mandamientos,
cuya observancia es ulteriormente reafirmada, más aún, se convierte en la
demostración evidente del amor a Dios: «En
esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos» (1 Jn 5,
3). Este amor, que es a la vez amor a Jesús, representa la condición para ser
amados por el Padre: «El que recibe mis
mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de
mi Padre; y Yo lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21).
El amor a Dios, que resulta posible gracias al don del
Espíritu, se funda, por tanto, en la mediación de Jesús, como Él mismo afirma
en la oración sacerdotal: «Yo les he dado
a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que
tú me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17, 26). Esta mediación se
concreta sobre todo en el don que Él ha hecho de su vida, don que por una parte
testimonia el amor mayor y, por otra, exige la observancia de lo que Jesús
manda: «Nadie tiene mayor amor que el que
da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os
mando» (Jn 15, 13-14).
La caridad cristiana acude a esta fuente de amor, que es
Jesús, el Hijo de Dios entregado por nosotros. La capacidad de amar como Dios
ama se ofrece a todo cristiano como fruto del misterio pascual de muerte y
Resurrección.
La Iglesia ha expresado esta sublime realidad enseñando
que la caridad es una virtud teologal, es decir, una virtud que se refiere
directamente a Dios y hace que las criaturas humanas entren en el círculo del
amor trinitario. En efecto, Dios Padre nos ama como ama Cristo, viendo en
nosotros Su imagen. Ésta, por decirlo así, es dibujada en nosotros por el
Espíritu Santo, que como un artista de iconos la realiza en el tiempo.
También es el Espíritu Santo quien traza en lo más íntimo
de nuestra persona las líneas fundamentales de la respuesta cristiana. El
dinamismo del amor a Dios brota de una especie de «con-naturalidad» realizada
por el Espíritu Santo, que nos «diviniza», según el lenguaje de la tradición
oriental.
Con la fuerza del Espíritu Santo, la caridad anima la
vida moral del cristiano, orienta y refuerza todas las demás virtudes, las
cuales edifican en nosotros la estructura del hombre nuevo. Como dice el
Catecismo de la Iglesia Católica, «el ejercicio de todas las virtudes está
animado e inspirado por la caridad. Esta es el "vínculo de la
perfección" (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las
ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad
asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección
sobrenatural del amor divino» (n. 1827). Como cristianos, estamos siempre
llamados al amor.
Beato Juan Pablo II
Audiencia del miércoles 13 de octubre de 1999
Fuente: Juan Pablo Magno.org
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