Siempre hemos oído hablar de la devoción del Beato Juan
Pablo II a María Santísima bajo esta advocación, devoción que cultivó ya desde
joven. El 30 de junio de 1991 visitó la Iglesia de San Alfonso en Roma con
motivo de la celebración de los 125 años del culto público al icono del
Perpetuo Socorro en dicha Iglesia. En la charla que mantuvo con la comunidad
tras la celebración religiosa dijo expresamente:
"...Recuerdo que en la última guerra, durante el
periodo de la ocupación nazi de Polonia y siendo yo obrero en una fábrica de
Cracovia, me paraba siempre en una iglesia, precisamente la de los
redentoristas, que se encontraba en mi camino de regreso de la fábrica a casa.
En aquella Iglesia había una imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro. ¡Cuántas
veces me detuve ante dicha imagen! y no sólo porque me caía de paso, sino
también porque la encontraba muy bella. Aún después de ser Obispo y Cardenal de
Cracovia volví a visitar dicha Iglesia. Prediqué en ella muchas veces y también
en ella administré Sacramentos, sobre todo el de la Confirmación. Se comprende
fácilmente, pues, que el venir hoy aquí me resulte como si hiciese un viaje
hacia mi pasado, hacia mi juventud..."
Oración de Juan
Pablo II a la Virgen del Perpetuo Socorro
(Manila, Filipinas, el 17 de
febrero de 1981)
Oh Madre del Perpetuo Socorro,
A Ti, Reina de los Mártires y Madre de la Iglesia, deseo
confiar de modo especial este ministerio papal mío y sus múltiples dimensiones.
Ya desde los comienzos, de la sangre de los mártires precisamente nació y
creció con fuerza la Iglesia de tu Hijo, la Iglesia de Jesucristo, con cuyo
sacrificio en la Cruz, Tú, Madre, cooperaste, con el sacrificio maternal de tu
Corazón (cf. Lumen gentium, 58).
Son muchos ciertamente los ejemplos que encontramos de
tal testimonio prestado por mártires santos y bienaventurados en varias partes
del gran continente de Asia. Los fundamentos de la fe sellados con la sangre
parecen estar hondamente arraigados ya en el terreno de la historia. Pero no
somos nosotros, que somos seres humanos, quienes podemos medir y decir si estos
fundamentos son suficientes para construir el servicio al Evangelio y a la
Iglesia en estas extensas tierras y en las incontables islas que las rodean.
Este juicio lo dejamos a la Misericordia del mismo Dios, al Corazón de nuestro
Redentor y Señor, y al Espíritu Santo que guía a la humanidad y a la Iglesia a
través del testimonio de sangre prestado al Reino de Amor y de Verdad.
No obstante, todo el trabajo inmenso que se presenta ante
nosotros, yo, Juan Pablo II, con plena conciencia de mi debilidad humana y de
mi indignidad deseo confiarlo a Ti, Madre de Cristo y de la Iglesia, que velas
con tu incesante amor maternal sobre ella en todas partes, dispuesta a prestar
toda clase de ayuda a cada corazón humano y en medio de todos los pueblos. Y
sobre todo entre quienes están probados más duramente por el sufrimiento, la
pobreza y toda clase de aflicciones imaginables.
Así, en el umbral de mi visita pastoral a Extremo
Oriente, te encomiendo y consagro con confianza absoluta, como a Madre de
nuestro Redentor, todas las naciones y pueblos de Asia y de las islas que la
rodean. Te encomiendo y confío la Iglesia, particularmente los lugares donde
padece más dificultades, donde no es comprendida debidamente su misión ni
tampoco su irreprimible deseo de servir a los individuos y a los pueblos. En el
umbral de esta peregrinación te encomiendo hoy las hospitalarias Filipinas y la
Iglesia que al estar arraigada aquí con fuerza particular, siente con la misma
fuerza particular su responsabilidad misionera. Que no le falte la fuerza
necesaria para la obra de evangelización. Que persevere en el servicio de su
pueblo y en la apertura a todos los demás, como siervo fiel que espera
constantemente la llegada del Señor.
Oh Madre del Perpetuo Socorro, acoge esta consagración
humilde y deposítala en el Corazón de tu Hijo, Tú que cuando estabas al pie de
su Cruz en el Calvario nos fuiste dada a cada uno de nosotros como Madre. Amen.
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