Hoy la Iglesia
muestra al mundo el Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo. E invita a adorarlo:
“Venite, adoremus, Venid, adoremos” La mirada de los creyentes se concentra en
el Sacramento, donde Cristo se nos da totalmente a sí mismo: cuerpo, sangre,
alma y divinidad. Por eso siempre ha sido considerado el más santo: el
"santísimo Sacramento", memorial vivo del sacrificio redentor.
En la
solemnidad del Corpus Christi volvemos a aquel "jueves" que todos
llamamos "santo", en el que el Redentor celebró su última Pascua con
los discípulos: fue la última Cena, culminación de la cena pascual judía e
inauguración del rito eucarístico. Por eso, la Iglesia, desde hace siglos, ha
elegido un jueves para la solemnidad del Corpus Christi, fiesta de adoración,
de contemplación y de exaltación. Fiesta en la que el pueblo de Dios se
congrega en torno al tesoro más valioso que heredó de Cristo, el sacramento de
su misma presencia, y lo alaba, lo
canta, lo lleva en procesión por las calles de la ciudad.
En la santa
Eucaristía está realmente presente Cristo, muerto y resucitado por nosotros. En
el pan y en el vino consagrados permanece con nosotros el mismo Jesús de los
evangelios, que los discípulos encontraron y siguieron, que vieron crucificado
y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás, postrándose en adoración y exclamando:
"Señor mío y Dios mío" (Jn 20, 28; cf. 20, 17-20).
En el
Sacramento del altar se ofrece a nuestra contemplación amorosa toda la
profundidad del misterio de Cristo, el Verbo y la carne, la gloria divina y su
tienda entre los hombres. Ante él no podemos dudar de que Dios está "con
nosotros", que asumió en Jesucristo todas las dimensiones humanas, menos
el pecado, despojándose de su gloria para revestirnos a nosotros de ella (cf.
Jn 20, 21-23).
En su cuerpo y
en su sangre se manifiesta el rostro invisible de Cristo, el Hijo de Dios, con
la modalidad más sencilla y, al mismo tiempo, más elevada posible en este
mundo. A los hombres de todos los tiempos, que piden perplejos: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21),
la comunidad eclesial responde repitiendo el gesto que el Señor mismo realizó
para los discípulos de Emaús: parte el pan. Al partir el pan se abren los ojos
de quien lo busca con corazón sincero. En la Eucaristía la mirada del corazón
reconoce a Jesús y su amor inconfundible, que se entrega "hasta el
extremo" (Jn 13, 1). Y en él, en ese gesto suyo, reconoce el rostro de
Dios.
Con este pan
nos alimentamos para convertirnos en testigos auténticos del Evangelio.
Necesitamos este pan para crecer en el amor, condición indispensable para
reconocer el rostro de Cristo en el rostro de los hermanos.
San
Juan Pablo II
Corpus Christi 2001
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