Los ancianos ayudan a ver los acontecimientos terrenos con más sabiduría, porque las vicisitudes de la vida los han hecho expertos y maduros. Ellos son depositarios de la memoria colectiva y, por eso, intérpretes privilegiados del conjunto de ideales y valores comunes que rigen y guían la convivencia social. Excluirlos es como rechazar el pasado, en el cual hunde sus raíces el presente, en nombre de una modernidad sin memoria. Los ancianos, gracias a su madura experiencia, están en condiciones de ofrecer a los jóvenes consejos y enseñanzas preciosas.
Desde esta perspectiva, los aspectos de la fragilidad humana, relacionados de un modo más visible con la ancianidad, son una llamada a la mutua dependencia y a la necesaria solidaridad que une a las generaciones entre sí, porque toda persona está necesitada de la otra y se enriquece con los dones y carismas de todos.
Desde esta perspectiva, los aspectos de la fragilidad humana, relacionados de un modo más visible con la ancianidad, son una llamada a la mutua dependencia y a la necesaria solidaridad que une a las generaciones entre sí, porque toda persona está necesitada de la otra y se enriquece con los dones y carismas de todos.
“Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia” (Sal 15 [16], 11)
me saciarás de gozo en tu presencia” (Sal 15 [16], 11)
Es natural que, con el paso de los años, llegue a sernos
familiar el pensamiento del “ocaso de la vida”. Nos lo recuerda, al menos, el
simple hecho de que la lista de nuestros parientes, amigos y conocidos se va
reduciendo: nos damos cuenta de ello en varias circunstancias, por ejemplo,
cuando nos juntamos en reuniones de familia, encuentros con nuestros compañeros
de la infancia, del colegio, de la universidad, del servicio militar, con
nuestros compañeros del seminario... El límite entre la vida y la muerte
recorre nuestras comunidades y se acerca a cada uno de nosotros
inexorablemente. Si la vida es una peregrinación hacia la patria celestial, la
ancianidad es el tiempo en el que más naturalmente se mira hacia umbral de la
eternidad.
Sin embargo, también a nosotros, ancianos, nos cuesta
resignarnos ante la perspectiva de este paso. En efecto, éste presenta, en la
condición humana marcada por el pecado, una dimensión de oscuridad que
necesariamente nos entristece y nos da miedo. En realidad, ¿cómo podría ser de
otro modo? El hombre está hecho para la vida, mientras que la muerte —como la
Escritura nos explica desde las primeras páginas (cf. Gn 2-3)— no estaba en el
proyecto original de Dios, sino que ha entrado sutilmente a consecuencia del
pecado, fruto de la “envidia del diablo” (Sb 2, 24). Se comprende entonces por
qué, ante esta tenebrosa realidad, el hombre reacciona y se rebela. Es
significativo, en este sentido, que Jesús mismo, “probado en todo igual que
nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15), haya tenido miedo ante la muerte:
“Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa” (Mt 26, 39). Y ¿cómo
olvidar sus lágrimas ante la tumba del amigo Lázaro, a pesar de que se disponía
a resucitarlo (cf. Jn 11, 35)?
Ciertamente, el dolor no tendría consuelo si la muerte
fuera la destrucción total, el final de todo. Por eso, la muerte obliga al
hombre a plantearse las preguntas radicales sobre el sentido mismo de la vida:
¿qué hay más allá del muro de sombra de la muerte? ¿Es ésta el fin definitivo
de la vida o existe algo que la supera?
No faltan, en la cultura de la humanidad, desde los
tiempos más antiguos hasta nuestros días, respuestas reductivas, que limitan la
vida a la que vivimos en esta tierra. Incluso en el Antiguo Testamento, algunas
observaciones del Libro del Eclesiastés hacen pensar en la ancianidad como en
un edificio en demolición y en la muerte como en su total y definitiva
destrucción (cf. 12, 1-7). Pero, precisamente a la luz de estas respuestas
pesimistas, adquiere mayor relieve la perspectiva llena de esperanza que se
deriva del conjunto de la Revelación y especialmente del Evangelio: Dios “ no
es un Dios de muertos, sino de vivos ” (Lc 20, 38). Como afirma el apóstol
Pablo, el Dios que da vida a los muertos (cf. Rm 4, 17) dará la vida también a
nuestros cuerpos mortales (cf. ibíd., 8, 11). Y Jesús dice de sí mismo: “Yo soy
la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el
que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25-26).
La fe ilumina así el misterio de la muerte e infunde
serenidad en la vejez, no considerada y vivida ya como espera pasiva de un
acontecimiento destructivo, sino como acercamiento prometedor a la meta de la
plena madurez. Son años para vivir con un sentido de confiado abandono en las manos
de Dios, Padre providente y misericordioso; un periodo que se ha de utilizar de
modo creativo con vistas a profundizar en la vida espiritual, mediante la
intensificación de la oración y el compromiso de una dedicación a los hermanos
en la caridad.
Por eso son loables todas aquellas iniciativas sociales
que permiten a los ancianos, ya el seguir cultivándose física, intelectualmente
o en la vida de relación, ya el ser útiles, poniendo a disposición de los otros
el propio tiempo, las propias capacidades y la propia experiencia. De este
modo, se conserva y aumenta el gusto de la vida, don fundamental de Dios. Por
otra parte, este gusto por la vida no contrarresta el deseo de eternidad, que
madura en cuantos tienen una experiencia espiritual profunda, como bien nos
enseña la vida de los Santos.
El Evangelio nos recuerda, a este propósito, las palabras
del anciano Simeón, que se declara preparado para morir una vez que ha podido
estrechar entre sus brazos al Mesías esperado: “Ahora, Señor, puedes, según tu
palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu
salvación” (Lc 2, 29-30). El apóstol Pablo se debatía, apremiado por ambas
partes, entre el deseo de seguir viviendo para anunciar el Evangelio y el
anhelo de “partir y estar con Cristo” (Flp 1, 23). San Ignacio de Antioquía nos
dice que, mientras iba gozoso a sufrir el martirio, oía en su interior la voz
del Espíritu Santo, como “agua” viva que le brotaba de dentro y le susurraba la
invitación: “Ven al Padre”. Los ejemplos podrían continuar aún. En modo alguno
ensombrecen el valor de la vida terrena, que es bella a pesar de las
limitaciones y los sufrimientos, y ha de ser vivida hasta el final. Pero nos
recuerdan que no es el valor último, de tal manera que, desde una perspectiva
cristiana, el ocaso de la existencia terrena tiene los rasgos característicos
de un “ paso ”, de un puente tendido desde la vida a la vida, entre la frágil e
insegura alegría de esta tierra y la alegría plena que el Señor reserva a sus
siervos fieles: “ ¡Entra en el gozo de tu Señor! ” (Mt 25, 21).
Un augurio de vida
Con este espíritu, mientras os deseo, queridos hermanos y
hermanas ancianos, que viváis serenamente los años que el Señor haya dispuesto
para cada uno, me resulta espontáneo compartir hasta el fondo con vosotros los
sentimientos que me animan en este tramo de mi vida, después de más de veinte
años de ministerio en la sede de Pedro, y a la espera del tercer milenio ya a
las puertas. A pesar de las limitaciones que me han sobrevenido con la edad, conservo
el gusto de la vida. Doy gracias al Señor por ello. Es hermoso poderse gastar
hasta el final por la causa del Reino de Dios.
Al mismo tiempo, encuentro una gran paz al pensar en el
momento en el que el Señor me llame: ¡de vida a vida! Por eso, a menudo me
viene a los labios, sin asomo de tristeza alguna, una oración que el sacerdote
recita después de la celebración eucarística: In hora mortis meae voca me, et iube me venire ad te; en la hora de
mi muerte llámame, y mándame ir a Ti. Es la oración de la esperanza cristiana,
que nada quita a la alegría de la hora presente, sino que pone el futuro en
manos de la divina bondad. “Iube me
venire ad te”: éste es el anhelo más profundo del corazón humano, incluso
para el que no es consciente de ello.
Concédenos, Señor de la vida, la gracia de tomar
conciencia lúcida de ello y de saborear como un don, rico de ulteriores
promesas, todos los momentos de nuestra vida. Haz que acojamos con amor tu
Voluntad, poniéndonos cada día en tus manos misericordiosas. Y tú, María, Madre
de la humanidad peregrina, ruega por nosotros “ahora y en la hora de nuestra
muerte”. Manténnos siempre muy unidos a Jesús, tu Hijo amado y hermano nuestro,
Señor de la vida y de la gloria. ¡Amén!
San Juan Pablo II (Año 1999)
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