Hoy los ojos de toda la Iglesia se dirigen a Nazaret. He
deseado volver a la ciudad de Jesús para sentir una vez más, en contacto con
este lugar, la presencia de la mujer de quien San Agustín escribió: "Él
eligió a la madre que había creado; creó a la madre que había elegido"
(Sermo 69, 3, 4). Aquí es muy fácil comprender por qué todas las generaciones
llaman a María bienaventurada (cf. Lc 1, 48).
Nos hallamos reunidos para celebrar el gran misterio
realizado aquí hace dos mil años. El evangelista San Lucas sitúa claramente el
acontecimiento en el tiempo y en el espacio: "A los seis meses, el ángel
Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una
virgen desposada con un hombre llamado José; (...) la virgen se llamaba María"
(Lc 1, 26-27). Pero para comprender lo que sucedió en Nazaret hace dos mil
años, debemos volver a la lectura tomada de la carta a los Hebreos. Este texto
nos permite escuchar una conversación entre el Padre y el Hijo sobre el
designio de Dios desde toda la eternidad:
"Tú no has querido sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado
un cuerpo. No has aceptado holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo
dije: (...) "Aquí estoy, oh Dios,
para hacer tu Voluntad"" (Hb 10, 5-7). La carta a los Hebreos nos dice
que, obedeciendo a la voluntad del Padre, el Verbo eterno viene a nosotros para
ofrecer el sacrificio que supera todos los sacrificios ofrecidos en la antigua
Alianza. Su sacrificio eterno y perfecto redime el mundo.
Este viaje nos ha traído hoy a Nazaret, donde nos
encontramos con María, la hija más auténtica de Abraham. Dios hace a ambos una
maravillosa promesa. Abraham se convertiría en padre de un hijo, de quien
nacería una gran nación. María se convertiría en madre de un Hijo que sería el
Mesías, el Ungido. Gabriel le dice: "Concebirás en tu vientre y darás a
luz un hijo. (...) El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, (...) y
su reino no tendrá fin" (Lc 1, 31-33).
Como a Abraham, también a María se le pide que diga
"sí" a algo que nunca antes había sucedido. Sara es la primera de las
mujeres estériles de la Biblia que concibe por el poder de Dios, del mismo modo
que Isabel será la última. Gabriel habla de Isabel para tranquilizar a María:
"Ahí tienes a tu parienta Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido
un hijo" (Lc 1, 36).
Como Abraham, también María debe caminar en la oscuridad,
confiando plenamente en Aquel que la ha llamado. Sin embargo, incluso su
pregunta: "¿Cómo será eso?",
sugiere que María está dispuesta a decir "sí", a pesar de su temor y
de su incertidumbre. María no pregunta si la promesa es posible, sino
únicamente cómo se cumplirá. Por eso, no nos sorprende que finalmente pronuncie
su "sí": "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu
palabra" (Lc 1, 38). Con estas palabras, María se presenta como verdadera
hija de Abraham, y se convierte en Madre de Cristo y en Madre de todos los
creyentes.
¿Qué pedimos nosotros, peregrinos en nuestro itinerario
hacia el tercer milenio cristiano, a la Madre de Dios? Aquí, en la ciudad que
Pablo VI, cuando visitó Nazaret, definió "la escuela del Evangelio",
donde "se aprende a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el
sentido, tan profundo y misterioso, de aquella simplicísima, humildísima y
bellísima manifestación del Hijo de Dios" (Homilía en Nazaret, 5 de enero
de 1964), pido, ante todo, una gran renovación de la fe de todos los hijos de
la Iglesia.
En Nazaret, donde Jesús "crecía en sabiduría, en
estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc 2, 52), pido a la
Sagrada Familia que impulse a todos los cristianos a defender la familia contra
las numerosas amenazas que se ciernen actualmente sobre su naturaleza, su
estabilidad y su misión. A la Sagrada Familia encomiendo los esfuerzos de los
cristianos y de todos los hombres de buena voluntad para defender la vida y
promover el respeto a la dignidad de todo ser humano.
A María, la Theotókos, la gran Madre de Dios, consagro
las familias de Tierra Santa, las familias del mundo.
En Nazaret, donde Jesús comenzó su ministerio público,
pido a María que ayude a la Iglesia por doquier a predicar la "buena
nueva" a los pobres, como Él hizo (cf. Lc 4, 18). En este "año de
gracia del Señor", le pido que nos enseñe el camino de la obediencia
humilde y gozosa al Evangelio para servir a nuestros hermanos y hermanas, sin
preferencias ni prejuicios.
"No desprecies mis súplicas, oh Madre del Verbo
encarnado, antes bien dígnate aceptarlas y favorablemente escucharlas. Así
sea"
Homilía de San
Juan Pablo II
Santa Misa celebrada en la Basílica de la Anunciación
Nazaret, Sábado 25 de marzo de 2000
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