«Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito
Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna
». Estas palabras, pronunciadas por Cristo en el coloquio con Nicodemo, nos
introducen al centro mismo de la acción salvífica de Dios. Salvación significa
liberación del mal, y por ello está en estrecha relación con el problema del
sufrimiento.
El hombre «muere», cuando pierde «la vida eterna». Lo
contrario de la salvación no es, pues, solamente el sufrimiento temporal, cualquier
sufrimiento, sino el sufrimiento definitivo: la pérdida de la vida eterna, la
condenación. El Hijo unigénito ha sido dado a la humanidad para proteger al
hombre, ante todo, de este mal definitivo y del sufrimiento definitivo.
En su misión salvífica Él debe, por tanto, tocar el mal
en sus mismas raíces transcendentales, en las que éste se desarrolla en la
historia del hombre. Estas raíces transcendentales del mal están fijadas en el
pecado y en la muerte: en efecto, éstas se encuentran en la base de la pérdida
de la vida eterna. La misión del Hijo unigénito consiste en vencer el pecado y
la muerte. Él vence el pecado con su obediencia hasta la muerte, y vence la
muerte con su Resurrección.
Como resultado de la obra salvífica de Cristo, el hombre
existe sobre la tierra con la esperanza de la vida y de la santidad eternas. Y
aunque la victoria sobre el pecado y la muerte, conseguida por Cristo con su
Cruz y Resurrección no suprime los sufrimientos temporales de la vida humana,
ni libera del sufrimiento toda la dimensión histórica de la existencia humana,
sin embargo, sobre toda esa dimensión y sobre cada sufrimiento esta victoria
proyecta una luz nueva, que es la luz de la salvación.
Es la luz del Evangelio, es decir, de la Buena Nueva. En
el centro de esta luz se encuentra la verdad propuesta en el coloquio con
Nicodemo: «Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo». Esta
verdad cambia radicalmente el cuadro de la historia del hombre y su situación
terrena. A pesar del pecado que se ha enraizado en esta historia como herencia
original, como « pecado del mundo » y como suma de los pecados personales, Dios
Padre ha amado a su Hijo unigénito, es decir, lo ama de manera duradera; y
luego, precisamente por este amor que supera todo, Él « entrega » este Hijo, a
fin de que toque las raíces mismas del mal humano y así se aproxime de manera
salvífica al mundo entero del sufrimiento, del que el hombre es partícipe.
Cristo va hacia su Pasión y Muerte con toda la conciencia
de la misión que ha de realizar de este modo. Precisamente por medio de este
sufrimiento suyo hace posible «que el hombre no muera, sino que tenga la vida
eterna». Precisamente por medio de su Cruz debe tocar las raíces del mal,
plantadas en la historia del hombre y en las almas humanas. Precisamente por
medio de su Cruz debe cumplir la obra de la salvación. Esta obra, en el
designio del amor eterno, tiene un carácter redentor.
San Juan Pablo II.
Extractado de Carta Apostólica Salvifici Doloris
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