La presencia eucarística nos recuerda que el Dios de nuestra fe, no es un Dios lejano,
sino un Dios muy próximo cuyas delicias son estar con los hijos de los hombres.
Un Padre que nos envía al Hijo para que tengamos vida y la tengamos en abundancia.
Un Hijo y hermano nuestro, que con su Encarnación se ha hecho verdaderamente Hombre, sin dejar de
ser Dios, y ha querido quedarse entre nosotros hasta la consumación del mundo.
Se comprende por la fe que la sagrada Eucaristía constituye el don más grande
que Cristo ha ofrecido y ofrece permanentemente a su Esposa. Es raíz y cumbre
de toda vida cristiana y de toda acción en la Iglesia.
En la Hostia consagrada se compendian las palabras de Cristo, su vida
ofrecida al Padre por nosotros y la gloria de su Cuerpo resucitado. Esta
presencia del Emmanuel, Dios-con-nosotros, es a la vez un misterio de fe, una
prenda de esperanza y la fuente de caridad con Dios y entre los hombres.
Es misterio de fe, porque el Señor crucificado y resucitado está realmente
presente en la Eucaristía, no sólo durante la celebración del Santo Sacrificio,
sino mientras subsisten las especies sacramentales. Nuestra alabanza,
adoración, acción de gracias y petición a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y
Espíritu Santo, se enraízan en este misterio de fe. Esa misma presencia del
Cuerpo y Sangre de Cristo, bajo las especies de pan y vino, constituye una
articulación entre el tiempo y la
eternidad, y nos proporciona una prenda de la esperanza que anima nuestro
caminar.
La Sagrada Eucaristía, en efecto, es al mismo tiempo, un anuncio constante
de su segunda venida al final de los tiempos. Prenda de la esperanza
futura y aliento, al mismo tiempo
esperanzado, para nuestra marcha hacia la vida eterna.
Ante la Sagrada Hostia volvemos a escuchar las dulces palabras: “Venid a mí
todos los que estáis fatigados y cargados que yo os aliviaré”. La presencia
sacramental de Cristo es también fuente de amor. Porque “amor con amor se paga”.
Amor en primer lugar al propio Cristo. El encuentro eucarístico es un encuentro
de amor. Amor también a nuestros hermanos.
(San Juan Pablo II)
La presencia eucarística nos recuerda que el Dios de nuestra fe, no es un Dios lejano, sino un Dios muy próximo cuyas delicias son estar con los hijos de los hombres. Un Padre que nos envía al Hijo para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Un Hijo y hermano nuestro, que con su Encarnación se ha hecho verdaderamente Hombre, sin dejar de ser Dios, y ha querido quedarse entre nosotros hasta la consumación del mundo. Se comprende por la fe que la sagrada Eucaristía constituye el don más grande que Cristo ha ofrecido y ofrece permanentemente a su Esposa. Es raíz y cumbre de toda vida cristiana y de toda acción en la Iglesia.
En la Hostia consagrada se compendian las palabras de Cristo, su vida ofrecida al Padre por nosotros y la gloria de su Cuerpo resucitado. Esta presencia del Emmanuel, Dios-con-nosotros, es a la vez un misterio de fe, una prenda de esperanza y la fuente de caridad con Dios y entre los hombres.
Es misterio de fe, porque el Señor crucificado y resucitado está realmente presente en la Eucaristía, no sólo durante la celebración del Santo Sacrificio, sino mientras subsisten las especies sacramentales. Nuestra alabanza, adoración, acción de gracias y petición a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se enraízan en este misterio de fe. Esa misma presencia del Cuerpo y Sangre de Cristo, bajo las especies de pan y vino, constituye una articulación entre el tiempo y la eternidad, y nos proporciona una prenda de la esperanza que anima nuestro caminar.
La Sagrada Eucaristía, en efecto, es al mismo tiempo, un anuncio constante de su segunda venida al final de los tiempos. Prenda de la esperanza futura y aliento, al mismo tiempo esperanzado, para nuestra marcha hacia la vida eterna.
Ante la Sagrada Hostia volvemos a escuchar las dulces palabras: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados que yo os aliviaré”. La presencia sacramental de Cristo es también fuente de amor. Porque “amor con amor se paga”. Amor en primer lugar al propio Cristo. El encuentro eucarístico es un encuentro de amor. Amor también a nuestros hermanos.
(San Juan Pablo II)
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