En los misterios gloriosos del Rosario reviven las
esperanzas del cristiano: las esperanzas de la vida eterna que comprometen la
omnipotencia de Dios y las expectativas del tiempo presente que obligan a los
hombres a colaborar con Dios. En Cristo Resucitado resurge el mundo entero y se
inauguran los cielos nuevos y la tierra nueva que llegarán a cumplimiento a su
vuelta gloriosa, cuando «la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos,
ni trabajo, porque todo esto es ya pasado» (Ap 21, 4).
En la Ascensión de Cristo al Cielo, se exalta a la
naturaleza humana que se sienta a la diestra de Dios, y se da a los discípulos
la consigna de evangelizar al mundo. Además, al subir Cristo al Cielo, no se
eclipsa de la tierra, sino que se oculta en el rostro de cada hombre,
especialmente de los más desgraciados: los pobres, los enfermos, los
marginados, los perseguidos...
Al infundir el Espíritu Santo en Pentecostés, dio a los
discípulos la fuerza de amar y difundir la verdad, pidió comunión en la
construcción de un mundo digno del hombre redimido y concedió capacidad de
santificar todas las cosas con la obediencia a la voluntad del Padre celestial.
De este modo encendió de nuevo el gozo de donar en el ánimo de quien da, y la
certeza de ser amado en el corazón del desgraciado.
En la gloria de la Virgen elevada al Cielo, contemplamos
entre otras cosas la sublimación real de los vínculos de la sangre y los
afectos familiares, pues Cristo glorificó a María no sólo por ser inmaculada y
arca de la presencia divina, sino también por honrar a su Madre como Hijo. No
se rompen en el Cielo los vínculos santos de la tierra; por el contrario, en
los cuidados de la Virgen Madre elevada para ser Abogada y protectora nuestra y
tipo de la Iglesia victoriosa, descubrimos también el modelo inspirador del
amor solícito de nuestros queridos difuntos hacia nosotros, amor que la muerte
no destruye, sino que acrecienta a la Luz de Dios.
Y, finalmente, en la visión de María ensalzada por todas
las criaturas, celebramos el misterio escatológico de una humanidad rehecha en
Cristo en unidad perfecta, sin divisiones ya ni otra rivalidad que no sea la de
aventajarse en amor uno a otro. Porque Dios es Amor.
Así es que en los misterios del Santo Rosario
contemplamos y revivimos los gozos, dolores y gloria de Cristo y su Madre
Santa, que pasan a ser gozos, dolores y esperanzas del hombre.
Beato Juan Pablo II
Ángelus . 6 de noviembre, 1983
Tomado de “El camino de María”
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