El Evangelista Mateo concluye su genealogía de Jesús,
Hijo de María, colocada al comienzo de su Evangelio, con las palabras “Jesús,
llamado Cristo” (Mt 1, 16). El término “Cristo” es el equivalente
griego de la palabra hebrea “Mesías”, que quiere decir “Ungido”. Israel, el
pueblo elegido por Dios, vivió durante generaciones en la espera del
cumplimiento de la promesa del Mesías, a cuya venida fue preparado a través de
la historia de la Alianza. El Mesías, es decir el “Ungido” enviado por Dios,
había de dar cumplimiento a la vocación del pueblo de la Alianza, al cual, por
medio de la Revelación se le había concedido el privilegio de conocer la verdad
sobre el mismo Dios y su proyecto de salvación.
La palabra “Mesías”, incluyendo la idea de unción, sólo
puede comprenderse en conexión con la institución religiosa de la unción con el
aceite, que era usual en Israel y que -como bien sabemos- pasó de la Antigua
Alianza a la Nueva. En la historia de la Antigua Alianza recibieron esta unción
personas llamadas por Dios al cargo y a la dignidad de rey, o de sacerdote o de
profeta.
La verdad sobre el Cristo-Mesías hay que volverá a leer,
pues, en el contexto bíblico de este triple “munus”, que en la Antigua Alianza
se confería a los que estaban destinados a guiar o a representar al Pueblo de
Dios. En esta catequesis intentamos detenernos en el oficio y la dignidad de
Cristo en cuanto Rey.
Cuando el ángel Gabriel anuncia a la Virgen María que
había sido escogida para ser la Madre del Salvador, le habla de la realeza de
su Hijo: “...le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la
casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 32-33)… el sentido pleno de la promesa iba más
allá de los confines de un reino terreno y se refería no sólo a un futuro
lejano, sino ciertamente a una realidad que iba más allá de la historia, del
tiempo y del espacio: “Yo estableceré su trono por siempre”
(2 Sam 7, 13).
Otro hecho significativo es que, al entrar en Jerusalén
en vísperas de su Pasión, Jesús cumple, tal como destacan los Evangelistas
Mateo (21, 5) y Juan (12, 15), la profecía de Zacarías, en la que se expresa la
tradición del “Rey mesiánico”: “Alégrate sobremanera, hoja de Sión. Grita
exultante, hija de Jerusalén. He aquí que viene tu Rey, justo y victorioso,
humilde, montado en un asno, en un pollino hijo de asna” (Zac 9, 9). “Decid
a la hija de Sión: he aquí que tu rey viene a ti, manso y montado sobre un
asno, sobre un pollino hijo de una bestia de carga” (Mt 21, 5).
El momento decisivo de esta clarificación se da en el
diálogo de Jesús con Pilato, que trae el Evangelio de Juan. Puesto que Jesús ha
sido acusado ante el gobernador romano de “considerarse rey” de los judíos,
Pilato le hace una pregunta sobre esta acusación que interesa especialmente a
la autoridad romana porque, si Jesús realmente pretendiera ser “rey de los
judíos” y fuese reconocido como tal por sus seguidores, podría constituir una
amenaza para el imperio. Pilato, pues, pregunta a Jesús: “¿Eres tú el rey de
los judíos? Responde Jesús: ¿Por tu cuenta dices eso o te lo han dicho otros de
Mí?”; y después explica: “Mi Reino no es de este mundo; si de este
mundo fuera mi Reino, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado
a los judíos; pero mi Reino no es de aquí”. Ante la insistencia de
Pilato: “Luego, ¿tú eres rey?”, Jesús declara: “Tú dices que soy Rey. Yo para
esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la
Verdad; todo el que es de la Verdad oye mi Voz” (cf. Jn 18, 33-37).
Estas palabras inequívocas de Jesús contienen la afirmación clara de que el
carácter o munus real, unido a la misión del Cristo-Mesías enviado por Dios, no
se puede entender en sentido político como si se tratara de un poder terreno,
ni tampoco en relación al “pueblo elegido”, Israel.
La continuación del proceso de Jesús confirma la
existencia del conflicto entre la concepción que Cristo tiene de Sí mismo como
“Mesías-Rey” y la terrestre o política, común entre el pueblo. Jesús es
condenado a muerte bajo la acusación de que “se ha considerado rey”. La
inscripción colocada en la Cruz: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”,
probará que para la autoridad romana éste es su delito. Precisamente los judíos
que, paradójicamente, aspiraban al restablecimiento del “reino de David”, en
sentido terreno, al ver a Jesús azotado y coronado de espinas, tal como se lo
presentó Pilato con las palabras: “¡Ahí tenéis a vuestro rey!”, habían gritado:
“¡Crucifícale!... Nosotros no tenemos más rey que al Cesar” (Jn 19, 15).
Finalmente, en el Calvario un último episodio ilumina la
condición mesiánico-real de Jesús. Uno de los dos malhechores crucificados
junto con Jesús manifiesta esta verdad de forma penetrante, cuando dice:
“Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino” (Lc 23, 42). En este diálogo
encontramos casi una confirmación última de las palabras que el Ángel había
dirigido a María en la Anunciación: Jesús “reinará... y su Reino no tendrá fin”
(Lc 1, 33).
Beato Juan Pablo II (1987)
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