“Oh María sin pecado concebida, ruega por
nosotros que recurrimos a Vos”
Esta es la oración que tú inspiraste, oh María, a Santa
Catalina Labouré, y esta invocación, grabada en la Medalla la llevan y
pronuncian ahora muchos fieles por el mundo entero.
¡Bendita tú entre todas las mujeres! ¡Bienaventurada tú
que has creído! ¡El Poderoso ha hecho maravillas en Ti! ¡La maravilla de tu
Maternidad divina! Y con vistas a ésta, ¡la maravilla de tu Inmaculada
Concepción! ¡La maravilla de tu fiat!
¡Has sido asociada tan íntimamente a toda la obra de nuestra redención, has
sido asociada a la Cruz de nuestro Salvador!
Tu Corazón fue traspasado junto con su Corazón. Y ahora,
en la gloria de tu Hijo, no cesas de interceder por nosotros, pobres pecadores.
Velas sobre la Iglesia de la que eres Madre. Velas sobre cada uno de tus hijos.
Obtienes de Dios para nosotros todas esas gracias que simbolizan los rayos de
luz que irradian de tus manos abiertas. Con la única condición de que nos
atrevamos a pedírtelas, de que nos acerquemos a Ti con la confianza, osadía y
sencillez de un niño. Y precisamente así nos encaminas sin cesar a tu Divino
Hijo.
Te consagramos nuestras fuerzas y disponibilidad para
estar al servicio del designio de salvación actuado por tu Hijo. Te pedimos que
por medio del Espíritu Santo la fe se arraigue y consolide en todo el pueblo
cristiano, que la comunión supere todos los gérmenes de división que la
esperanza cobre nueva vida en los que están desalentados. Te pedimos por los
que padecen pruebas particulares, físicas o morales, por los que están tentados
de infidelidad, por los que son zarandeados por la duda de un clima de
incredulidad, y también por los que padecen persecución a causa de su fe.
Te confiamos el apostolado de los laicos, el ministerio de
los sacerdotes, el testimonio de las religiosas.
Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es
contigo, bendita Tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu
vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora
y en la hora de nuestra muerte. Amén.
S.S. Juan Pablo II
31 de mayo de
1980
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