1. “Mujer, ahí
tienes a tu hijo” (Jn 19, 26).
Mientras se acerca el final de este Año Jubilar, en el
que Tú, Madre, nos has ofrecido de nuevo a Jesús, el fruto bendito de tu
purísimo vientre, el Verbo hecho carne, el Redentor del mundo, resuena con
especial dulzura para nosotros esta palabra suyaque nos conduce hacia ti, al
hacerte Madre nuestra: “Mujer, ahí tienes
a tu hijo”. Al encomendarte al apóstol Juan, y con él a los hijos de la
Iglesia, más aún a todos los hombres, Cristo no atenuaba, sino que confirmaba, su
papel exclusivo como Salvador del mundo. Tú
eres esplendor que no ensombrece la luz de Cristo, porque vives en Él y para Él.
Todo en Ti es “fiat”: Tú eres la
Inmaculada, eres transparencia y
plenitud de gracia. Aquí estamos, pues,
tus hijos, reunidos en torno a Ti en
el alba del nuevo Milenio. Hoy la
Iglesia, con la voz del Sucesor de Pedro,
a la que se unen tantos Pastores provenientes
de todas las partes del mundo, busca
amparo bajo tu materna protección e
implora confiada tu intercesión ante
los desafíos ocultos del futuro.
2. Son muchos los que, en este año de gracia, han vivido
y están viviendo la alegría desbordante de la Misericordia que el Padre nos ha
dado en Cristo. En las Iglesias particulares esparcidas por el mundo y, aún
más, en este centro del cristianismo, muchas clases de personas han acogido
este don. Aquí ha vibrado el entusiasmo de los jóvenes, aquí se ha elevado la
súplica de los enfermos. Por aquí han pasado sacerdotes y religiosos, artistas
y periodistas, hombres del trabajo y de la ciencia, niños y adultos, y todos
ellos han reconocido en tu amado Hijo al Verbo de Dios, encarnado en tu seno.
Haz, Madre, con tu intercesión, que los frutos de este Año no se disipen, y que
las semillas de gracia se desarrollen hasta alcanzar plenamente la santidad, a
la que todos estamos llamados.
3. Hoy queremos confiarte el futuro que nos espera, rogándote
que nos acompañes en nuestro camino. Somos hombres y mujeres de una época
extraordinaria, tan apasionante como rica de contradicciones. La humanidad
posee hoy instrumentos de potencia inaudita. Puede hacer de este mundo un
jardín o reducirlo a un cúmulo de escombros. Ha logrado una extraordinaria
capacidad de intervenir en las fuentes mismas de la vida: Puede usarlas para el
bien, dentro del marco de la ley moral, o ceder al orgullo miope de una ciencia
que no acepta límites, llegando incluso a pisotear el respeto debido a cada ser
humano. Hoy, como nunca en el pasado, la humanidad está en una encrucijada. Y,
una vez más, la salvación está sólo y enteramente, oh Virgen Santa, en tu hijo
Jesús.
4. Por esto, Madre, como el apóstol Juan, nosotros
queremos acogerte en nuestra casa (cf. Jn 19, 27), para aprender de Ti a ser
como tu Hijo. ¡“Mujer, aquí tienes a tus
hijos”! Estamos aquí, ante Ti, para confiar a tus cuidados maternos a
nosotros mismos, a la Iglesia y al mundo entero. Ruega por nosotros a tu
querido Hijo, para que nos dé con abundancia el Espíritu Santo, el Espíritu de
verdad que es fuente de vida. Acógelo por nosotros y con nosotros, como en la primera
comunidad de Jerusalén, reunida en torno a ti el día de Pentecostés (cf. Hch 1,
14). Que el Espíritu abra los corazones a la justicia y al amor, guíe a las
personas y las naciones hacia una comprensión recíproca y hacia un firme deseo
de paz. Te encomendamos a todos los hombres,
comenzando por los más débiles: a los niños que aún no han visto la luz y
a los que han nacido en medio de la pobreza y el sufrimiento; a los jóvenes en
busca de sentido, a las personas que no tienen trabajo y a las que padecen
hambre o enfermedad. Te encomendamos a las familias rotas, a los ancianos que
carecen de asistencia y a cuantos están solos y sin esperanza.
5. Oh Madre, que conoces los sufrimientos y las esperanzas
de la Iglesia y del mundo, ayuda a tus hijos en las pruebas cotidianas que la
vida reserva a cada uno y haz que, por el esfuerzo de todos, las tinieblas no
prevalezcan sobre la luz. A Ti, aurora de la salvación, confiamos nuestro
camino en el Nuevo Milenio, para que bajo tu guía todos los hombres descubran a
Cristo, luz del mundo y único Salvador, que reina con el Padre y el Espíritu
Santo por los siglos de los siglos. Amén.
San Juan Pablo II
8 de octubre de 2000
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