Sentido del Ave
María
Este es el elemento más extenso del Rosario y que a la
vez lo convierte en una oración mariana por excelencia. Pero precisamente a la
luz del Ave María, bien entendida, es donde se nota con claridad que el
carácter mariano no se opone al cristológico, sino que más bien lo subraya y lo
exalta. En efecto, la primera parte del Ave María, tomada de las palabras
dirigidas a María por el ángel Gabriel y por santa Isabel, es contemplación
adorante del misterio que se realiza en la Virgen de Nazaret. Expresan, por así
decir, la admiración del Cielo y de la tierra y, en cierto sentido, dejan
entrever la complacencia de Dios mismo al ver su obra maestra –la encarnación
del Hijo en el seno virginal de María–, análogamente a la mirada de aprobación
del Génesis (cf. Gn 1, 31).
Repetir en el Rosario el Ave María nos acerca a la
complacencia de Dios: es júbilo, asombro, reconocimiento del milagro más grande
de la historia. Es el cumplimiento de la profecía de María: «Desde ahora todas
las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1, 48).
El centro del Ave María, casi como engarce entre la
primera y la segunda parte, es el Nombre de Jesús. A veces, en el rezo
apresurado, no se percibe este aspecto central y tampoco la relación con el
misterio de Cristo que se está contemplando. Pero es precisamente el relieve
que se da al nombre de Jesús y a su misterio lo que caracteriza una recitación
consciente y fructuosa del Rosario.
Ya Pablo VI recordó en la Exhortación apostólica Marialis cultus la costumbre, practicada
en algunas regiones, de realzar el nombre de Cristo añadiéndole una cláusula
evocadora del misterio que se está meditando. Es una costumbre loable,
especialmente en la plegaria pública. Expresa con intensidad la fe
cristológica, aplicada a los diversos momentos de la vida del Redentor. Es
profesión de fe y, al mismo tiempo, ayuda a mantener atenta la meditación,
permitiendo vivir la función asimiladora, innata en la repetición del Ave
María, respecto al misterio de Cristo. Repetir el nombre de Jesús –el único
nombre del cual podemos esperar la salvación (cf. Hch 4, 12)– junto con el de
su Madre Santísima, y como dejando que Ella misma nos lo sugiera, es un modo de
asimilación, que aspira a hacernos entrar cada vez más profundamente en la vida
de Cristo.
De la especial relación con Cristo, que hace de María la
Madre de Dios, la Theotòkos, deriva, además, la fuerza de la súplica con la que
nos dirigimos a Ella en la segunda parte de la oración, confiando a su materna
intercesión nuestra vida y la hora de nuestra muerte.
El Rosario, un
tesoro que recuperar
Queridos hermanos y hermanas: Una oración tan fácil, y al
mismo tiempo tan rica, merece de veras ser recuperada por la comunidad
cristiana. Hagámoslo sobre todo en este año, asumiendo esta propuesta como una
consolidación de la línea trazada en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, en la cual se han inspirado los planes
pastorales de muchas Iglesias particulares al programar los objetivos para el
próximo futuro.
Me dirijo en particular a vosotros, queridos Hermanos en
el Episcopado, sacerdotes y diáconos, y a vosotros, agentes pastorales en los
diversos ministerios, para que, teniendo la experiencia personal de la belleza
del Rosario, os convirtáis en sus diligentes promotores.
Confío también en vosotros, teólogos, para que,
realizando una reflexión a la vez rigurosa y sabia, basada en la Palabra de
Dios y sensible a la vivencia del pueblo cristiano, ayudéis a descubrir los
fundamentos bíblicos, las riquezas espirituales y la validez pastoral de esta
oración tradicional.
Cuento con vosotros, consagrados y consagradas, llamados
de manera particular a contemplar el rostro de Cristo siguiendo el ejemplo de
María.
Pienso en todos vosotros, hermanos y hermanas de toda
condición, en vosotras, familias cristianas, en vosotros, enfermos y ancianos,
en vosotros, jóvenes: tomad con confianza entre las manos el Rosario,
descubriéndolo de nuevo a la luz de la Escritura, en armonía con la Liturgia y
en el contexto de la vida cotidiana.
¡Qué este llamamiento mío no sea en balde! Al inicio del
vigésimo quinto año de Pontificado, pongo esta Carta apostólica en las manos de
la Virgen María, postrándome espiritualmente ante su imagen en su espléndido
Santuario edificado por el Beato Bartolomé Longo, apóstol del Rosario. Hago mías
con gusto las palabras conmovedoras con las que él termina la célebre Súplica a
la Reina del Santo Rosario:
«Oh Rosario bendito
de María, dulce cadena que nos une con Dios, vínculo de amor que nos une a los
Ángeles, torre de salvación contra los asaltos del infierno, puerto seguro en
el común naufragio, no te dejaremos jamás. Tú serás nuestro consuelo en la hora
de la agonía. Para Ti el último beso de la vida que se apaga. Y el último
susurro de nuestros labios será tu suave nombre, oh Reina del Rosario de
Pompeya, oh Madre nuestra querida, oh Refugio de los pecadores, oh Soberana
consoladora de los tristes. Que seas bendita por doquier, hoy y siempre, en la
tierra y en el Cielo».
San Juan Pablo II
Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, 33, 43
16 de octubre de 2002
Fuente: El Camino de María
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