A lo largo de los siglos la Iglesia ha reflexionado en la
cooperación de María en la obra de la salvación, profundizando el análisis de
su asociación al sacrificio redentor de Cristo. Ya san Agustín atribuye a la
Virgen la calificación de «colaboradora» en la Redención, título que subraya la
acción conjunta y subordinada de María a Cristo redentor.
La reflexión se ha desarrollado en este sentido, sobre
todo desde el siglo XV. Algunos temían que se quisiera poner a María al mismo
nivel de Cristo. En realidad, la enseñanza de la Iglesia destaca con claridad
la diferencia entre la Madre y el Hijo en la obra de la salvación, ilustrando
la subordinación de la Virgen, en cuanto cooperadora, al único Redentor.
El término «cooperadora» aplicado a María cobra un
significado específico. La cooperación de los cristianos en la salvación se
realiza después del acontecimiento del Calvario, cuyos frutos se comprometen a
difundir mediante la oración y el sacrificio. Por el contrario, la
participación de María se realizó durante el acontecimiento mismo y en calidad
de madre; por tanto, se extiende a la totalidad de la obra salvífica de Cristo.
Solamente ella fue asociada de ese modo al sacrificio redentor, que mereció la
salvación de todos los hombres. En unión con Cristo y subordinada a él, cooperó
para obtener la gracia de la salvación a toda la humanidad.
El particular papel de cooperadora que desempeñó la
Virgen tiene como fundamento su maternidad divina. Engendrando a Aquel que
estaba destinado a realizar la redención del hombre, alimentándolo,
presentándolo en el templo y sufriendo con él, mientras moría en la cruz,
«cooperó de manera totalmente singular en la obra del Salvador» (LG, 61).
Aunque la llamada de Dios a cooperar en la obra de la salvación se dirige a
todo ser humano, la participación de la Madre del Salvador en la redención de
la humanidad representa un hecho único e irrepetible.
¿Cuál es el significado de esa singular cooperación de
María en el plan de la salvación? Hay que buscarlo en una intención particular
de Dios con respecto a la Madre del Redentor, a quien Jesús llama con el título
de «mujer» en dos ocasiones solemnes, a saber, en Caná y al pie de la cruz (cf.
Jn 2, 4; 19, 26). María está asociada a la obra salvífica en cuanto mujer. El
Señor, que creó al hombre «varón y mujer» (cf, Gn 1, 27), también en la
Redención quiso poner al lado del nuevo Adán a la nueva Eva. La pareja de los
primeros padres emprendió el camino del pecado; una nueva pareja, el Hijo de
Dios con la colaboración de su Madre, devolvería al género humano su dignidad
originaría. María, nueva Eva, se convierte así en icono perfecto de la Iglesia.
En el designio divino, representa al pie de la cruz a la humanidad redimida
que, necesitada de salvación, puede dar una contribución al desarrollo de la
obra salvífica.
El Vaticano II no sólo presenta a María como la «madre
del Redentor», sino también como «compañera singularmente generosa entre todas
las demás criaturas», que colabora «de manera totalmente singular a la obra del
Salvador con su obediencia, fe, esperanza y ardiente amor». Recuerda, asimismo,
que el fruto sublime de esa colaboración es la maternidad universal: «Por esta
razón es nuestra madre en el orden de la gracia» (LG, 61).
Por tanto, podemos dirigirnos con confianza a la Virgen
santísima, implorando su ayuda, conscientes de la misión singular que Dios le
confió: colaboradora de la redención, misión que cumplió durante toda su vida
y, de modo particular, al pie de la cruz.
Catequesis de Juan Pablo II el miércoles 9 de abril de
1997
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