Hoy, 15 de septiembre en el calendario
litúrgico se celebra la memoria de los dolores de la Santísima Virgen María.
Esta fiesta fue precedida por la de la Exaltación de la Santa Cruz que
celebramos ayer.
¡Qué desconcertante es el misterio de la
Cruz! Después de haber meditado largamente en él, San Pablo escribió a los
cristianos de Galacia "En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no
es en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un
crucificado y yo un crucificado para el mundo" (Ga 6, 14).
También la Santísima Virgen podría haber
repetido —¡y con mayor verdad!— esas mismas palabras. Contemplando a su Hijo
moribundo en el Calvario había comprendido que la "gloria" de su
maternidad divina alcanzaba en aquel momento su ápice, participando
directamente en la obra de la Redención. Además, había comprendido que a partir
de aquel momento el dolor humano, hecho suyo por el Hijo Crucificado, adquiría
un valor inestimable.
Hoy, por tanto, la Virgen de los Dolores,
firme junto a la Cruz, con la elocuencia muda del ejemplo, nos habla del
significado del sufrimiento en el Plan Divino de la Redención.
Ella fue la primera que supo y quiso
participar en el misterio salvífico "asociándose con entrañas de madre a
su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que Ella
misma había engendrado" (Lumen Gentium, 58). Íntimamente enriquecida por
esta experiencia inefable, se acerca a quien sufre, lo toma de la mano y lo
invita a subir con Ella al Calvario y a detenerse ante el Crucificado.
En aquel cuerpo martirizado está la única
respuesta convincente para las preguntas que se elevan imperiosamente desde el
corazón. Y con la respuesta se recibe también la fuerza necesaria para
desempeñar el propio papel en la lucha que —como escribí en la carta apostólica
Salvifici doloris— opone las fuerzas del bien a las del mal (cf. n. 27). Y
agregué: "Los que participan en los sufrimientos de Cristo conservan en
sus sufrimientos una especialísima partícula del tesoro infinito de la
redención del mundo, y pueden compartir este tesoro con los demás" (ib.)
Pidamos a la Virgen de los Dolores que
alimente en nosotros la firmeza de la fe y el ardor de la caridad, de forma que
llevemos con valor nuestra cruz cada día (cf. Lc 9, 23) y así participemos
eficazmente en la obra de la redención. "Fac ut ardeat cor meum",
"¡haz que, amando a Cristo, se inflame mi corazón, para que pueda
agradarle!" Amén.
San Juan Pablo II .
Ángelus. Domingo 15 de septiembre de 1991
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