Con la festividad de san Juan Bautista, que se celebra
hoy, la Iglesia nos presenta la figura de un testigo excepcional de Cristo. En
realidad, el deber del testimonio corresponde a la vida de todo cristiano, pero
empeña de modo especial al sacerdote.
Juan Bautista fue testigo de la venida del Mesías al
mundo y del inicio de su obra salvífica en medio del pueblo de Israel. El
sacerdote está llamado a ser testigo de Cristo resucitado, que invisible pero
realmente está presente en su Iglesia, comprometida en llevar el anuncio del
Evangelio a todas las gentes. Para que dicho testimonio sea eficaz, el
sacerdote debe creer, sin titubear, que Cristo ha vencido la muerte y se ha
convertido en el centro de una nueva humanidad.
A veces se presenta a la religión cristiana como una
religión de pura resignación, de pasiva aceptación, lo que disminuiría al
hombre, o también se la suele presentar como una religión exclusivamente
centrada en el sufrimiento, lo que oscurecería el horizonte del pensamiento y
de la vida humana. Por el contrario, la religión de Cristo resucitado es un
anuncio de vida, que desarrolla con la vida nueva de Cristo todas las energías
de la persona, y testimonia que el sufrimiento es el paso hacia una gloria
superior.
El acontecimiento de la Resurrección es lo que dona a la
religión cristiana su auténtico rostro. Ciertamente no suprime la necesidad que
tiene el cristiano de revivir la cruz de Cristo y de sufrir incluso un triunfo
provisional de las fuerzas del mal. El mismo acontecimiento de Juan Bautista,
víctima de la valiente proclamación de la ley de Dios ante los poderosos de la
tierra, es iluminador al respecto: eliminado por Herodes en la oscura prisión
de Maqueronte, él es honrado hoy en todas partes del mundo. La humillación de
su aparente derrota ha dejado paso a la gloria del triunfo. En verdad -como
decía de él Jesús- el Bautista ha sido y es todavía "lucerna ardeos et
lucens" (Jn 5, 35).
También el sacerdote debe vivir esta certeza, confirmando
en el ejercicio de su ministerio la confianza en la victoria del Salvador sobre
las fuerzas del mal. Él tendrá, por lo tanto, una mirada optimista sobre el
mundo, contando con la acción secreta de la gracia redentora y superando con la
fuerza de su esperanza todas las decepciones y las sorpresas desagradables.
El sacerdote todos los días debe abrirse a la alegría que
Cristo resucitado quiso fuera definitiva para el destino humano, para que con
ella superara toda tristeza y toda prueba. Este testimonio de alegría es lo
único que está en sintonía con la Buena Nueva, que sólo puede ser anunciada
como mensaje de felicidad.
Recemos ahora a la Virgen María para que los candidatos
al sacerdocio, siguiendo el ejemplo del Precursor de su hijo Jesús, se conviertan
en auténticos testigos de Cristo resucitado y dador de vida.
Beato Juan Pablo II
Ángelus Domingo 24
de junio de 1990
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