Catequesis de S.S. Juan Pablo II del 23 de julio de
1997:
La devoción popular invoca a María como Reina. El
Concilio, después de recordar la asunción de la Virgen «en cuerpo y alma a la
gloria del cielo», explica que fue «elevada (...) por el Señor como Reina del
universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores
(cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte» (Lumen gentium, 59).
En efecto, a partir del siglo V, casi en el mismo período
en que el concilio de Éfeso la proclama «Madre de Dios», se empieza a atribuir
a María el título de Reina. El pueblo cristiano, con este reconocimiento
ulterior de su excelsa dignidad, quiere ponerla por encima de todas las
criaturas, exaltando su función y su importancia en la vida de cada persona y
de todo el mundo.
Mi venerado predecesor Pío XII en la encíclica Ad coeli Reginam, a la que se refiere el
texto de la constitución Lumen gentium, indica como fundamento de la realeza de
María, además de su maternidad, su cooperación en la obra de la redención. La
encíclica recuerda el texto litúrgico: «Santa María, Reina del cielo y Soberana
del mundo, sufría junto a la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (MS 46 [1954]
634). Establece, además, una analogía entre María y Cristo, que nos ayuda a
comprender el significado de la realeza de la Virgen. Cristo es rey no sólo
porque es Hijo de Dios, sino también porque es Redentor. María es reina no sólo
porque es Madre de Dios, sino también porque, asociada como nueva Eva al nuevo
Adán, cooperó en la obra de la redención del género humano (MS 46 [1954] 635).
El título de Reina no sustituye, ciertamente, el de
Madre: su realeza es un corolario de su peculiar misión materna, y expresa
simplemente el poder que le fue conferido para cumplir dicha misión.
Así pues, los cristianos miran con confianza a María
Reina, y esto no sólo no disminuye, sino que, por el contrario, exalta su
abandono filial en aquella que es madre en el orden de la gracia.
Se puede concluir que la Asunción no sólo favorece la
plena comunión de María con Cristo, sino también con cada uno de nosotros: está
junto a nosotros, porque su estado glorioso le permite seguirnos en nuestro
itinerario terreno diario. También leemos en san Germán: «Tú moras
espiritualmente con nosotros, y la grandeza de tu desvelo por nosotros
manifiesta tu comunión de vida con nosotros» (Hom 1: PG 98, 344).
Por tanto, en vez de crear distancia entre nosotros y
ella, el estado glorioso de María suscita una cercanía continua y solícita.
Ella conoce todo lo que sucede en nuestra existencia, y nos sostiene con amor
materno en las pruebas de la vida.
Elevada a la gloria celestial, María se dedica totalmente
a la obra de la salvación para comunicar a todo hombre la felicidad que le fue
concedida. Es una Reina que da todo lo que posee compartiendo, sobre todo, la
vida y el amor de Cristo.
Beato Juan Pablo II
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